Cuando tocaba el bandoneón, Pichuco achinaba los ojos y dejaba caer la cabeza ensoñado. A las partituras no las leía. Para entrar a su orquesta, los músicos tenían que saber de memoria más de 80 tangos, “porque cuando uno sabe la letra, expresa lo que siente nomás”.
Poco antes de morir, en mayo de 1975, Aníbal Troilo le pidió a su esposa un favor: que al partir, legara sus bandoneones a tres amigos del alma que habían pasado por su gran orquesta de tango. Raúl Garello, Astor Piazzolla y Osvaldo Piro. La griega Zita cumplió. Rumbos rastreó el destino de aquellos fueyes y sus historias de arte, genialidad y bohemia.
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